Llegó diciembre y comienzan los balances de fin de año. En el actual escenario, resulta imposible no referirse a la triple crisis ecológica (climática, de contaminación y de pérdida de biodiversidad) que vivimos y a cómo se ha manifestado en nuestras vidas en estos meses.
A la temida noticia que, por primera vez, en 2024 la temperatura media mundial sobrepasó el límite de 1,5º C por encima de la temperatura promediada en la era preindustrial, se suma la enorme y catastrófica pérdida de biodiversidad; de hecho, según el reporte Planeta Vivo 2024, de WWF, en 50 años ha existido una disminución del 73% de la vida silvestre a nivel global, mientras que en América Latina y el Caribe esta disminución ha llegado al 95%.
Y no sólo eso, la sucesión de eventos meteorológicos extremos nos han llenado de imágenes desoladoras este 2024: los estragos de los huracanes Milton y Helene en Estados Unidos; la devastación sin precedentes y más de 200 personas muertas que dejó Dana en España; la destrucción tras la tormenta Bert en Reino Unido; las consecutivas inundaciones en el centro y sudeste asiático; peligrosas olas de calor, y los cada vez más frecuentes e incontrolables incendios forestales, como el que afectó al Amazonas desde septiembre, nos muestran que los países (sin importar sus niveles de desarrollo y riqueza) no están preparados para hacer frente a estos fenómenos.
Es en este contexto que, durante el mes de noviembre, se llevó a cabo la conferencia de Cambio Climático COP 29 en Bakú, Azerbaiyán, donde había esperanzas de avanzar en un nuevo pacto financiero que permitiera a los países implementar medidas efectivas para hacer frente a la crisis climática, a través del acuerdo de una nueva meta global de financiamiento que permitiera invertir en mitigación, adaptación y pérdidas y daños. El resultado, sin embargo, es tan conocido como decepcionante: la cumbre terminó con un acuerdo insuficiente para responder a las necesidades de las personas más afectadas por esta crisis y nos mostró que no hay un compromiso real por parte de los países más ricos (y principales responsables de estas crisis) en la implementación de soluciones.
Ante esta falta de acción colaborativa de las potencias, se ha plasmado la necesidad de trabajar a escala local para que cada país cumpla con los compromisos adquiridos para enfrentar de manera conjunta la crisis climática global. Pero lo cierto es que incluso en este escenario es evidente la falta de acciones concretas para transformar esas promesas en realidad.
Ejemplo de ello, es que el Estado chileno ha manifestado una posición férrea que reconoce la ocurrencia del cambio climático y valida la evidencia científica en la materia. En ese marco, hace unos días nuestro país participó de las históricas audiencias ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) que buscan que el organismo emita un pronunciamiento que, si bien no será vinculante, será crucial para futuros casos de litigios climáticos, debido a que la Corte debe generar una interpretación de la normativa internacional y determinar la responsabilidad y obligaciones de los Estados frente al cambio climático.
En ese contexto, Chile entregó su opinión sobre las obligaciones y responsabilidades de los Estados con respecto al cambio climático; pese a la positiva posición que el país había manifestado históricamente, de forma alarmante, en esta oportunidad aseguró que la Corte no puede crear nuevas obligaciones entre los Estados, sino que debe encontrarlas en las convenciones aplicables y en el derecho internacional consuetudinario existente. Esto, aún cuando sabemos que en materia climática las normas existentes podrían ser insuficientes para abordar los desafíos de manera oportuna y efectiva.
Si un país que abiertamente reconoce la crisis que vivimos y valida toda la evidencia científica en la materia no quiere asumir nuevos compromisos para enfrentarla, ¿qué podemos esperar de aquellas potencias y naciones lideradas por gobernantes que no validan ni creen en la crisis climática?
Chile es un país fuertemente afectado por el cambio climático, siendo una de sus expresiones más visibles la grave crisis hídrica que enfrentamos. Es por esto que se hace necesario y urgente que consideremos nuevas soluciones y compromisos que aborden directa y proactivamente los problemas que enfrentamos hoy. No basta con los discursos y la declaración de buenas intenciones, es hora de actuar.
Esta nota Basta de discursos, es hora de actuar apareció primero en El Dínamo.
Ante esta falta de acción colaborativa de las potencias, se ha plasmado la necesidad de trabajar a escala local para que cada país cumpla con los compromisos adquiridos para enfrentar de manera conjunta la crisis climática global. Pero lo cierto es que incluso en este escenario es evidente la falta de acciones concretas para transformar esas promesas en realidad.
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Ante esta falta de acción colaborativa de las potencias, se ha plasmado la necesidad de trabajar a escala local para que cada país cumpla con los compromisos adquiridos para enfrentar de manera conjunta la crisis climática global. Pero lo cierto es que incluso en este escenario es evidente la falta de acciones concretas para transformar esas promesas en realidad.
Llegó diciembre y comienzan los balances de fin de año. En el actual escenario, resulta imposible no referirse a la triple crisis ecológica (climática, de contaminación y de pérdida de biodiversidad) que vivimos y a cómo se ha manifestado en nuestras vidas en estos meses.
A la temida noticia que, por primera vez, en 2024 la temperatura media mundial sobrepasó el límite de 1,5º C por encima de la temperatura promediada en la era preindustrial, se suma la enorme y catastrófica pérdida de biodiversidad; de hecho, según el reporte Planeta Vivo 2024, de WWF, en 50 años ha existido una disminución del 73% de la vida silvestre a nivel global, mientras que en América Latina y el Caribe esta disminución ha llegado al 95%.
Y no sólo eso, la sucesión de eventos meteorológicos extremos nos han llenado de imágenes desoladoras este 2024: los estragos de los huracanes Milton y Helene en Estados Unidos; la devastación sin precedentes y más de 200 personas muertas que dejó Dana en España; la destrucción tras la tormenta Bert en Reino Unido; las consecutivas inundaciones en el centro y sudeste asiático; peligrosas olas de calor, y los cada vez más frecuentes e incontrolables incendios forestales, como el que afectó al Amazonas desde septiembre, nos muestran que los países (sin importar sus niveles de desarrollo y riqueza) no están preparados para hacer frente a estos fenómenos.
Es en este contexto que, durante el mes de noviembre, se llevó a cabo la conferencia de Cambio Climático COP 29 en Bakú, Azerbaiyán, donde había esperanzas de avanzar en un nuevo pacto financiero que permitiera a los países implementar medidas efectivas para hacer frente a la crisis climática, a través del acuerdo de una nueva meta global de financiamiento que permitiera invertir en mitigación, adaptación y pérdidas y daños. El resultado, sin embargo, es tan conocido como decepcionante: la cumbre terminó con un acuerdo insuficiente para responder a las necesidades de las personas más afectadas por esta crisis y nos mostró que no hay un compromiso real por parte de los países más ricos (y principales responsables de estas crisis) en la implementación de soluciones.
Ante esta falta de acción colaborativa de las potencias, se ha plasmado la necesidad de trabajar a escala local para que cada país cumpla con los compromisos adquiridos para enfrentar de manera conjunta la crisis climática global. Pero lo cierto es que incluso en este escenario es evidente la falta de acciones concretas para transformar esas promesas en realidad.
Ejemplo de ello, es que el Estado chileno ha manifestado una posición férrea que reconoce la ocurrencia del cambio climático y valida la evidencia científica en la materia. En ese marco, hace unos días nuestro país participó de las históricas audiencias ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) que buscan que el organismo emita un pronunciamiento que, si bien no será vinculante, será crucial para futuros casos de litigios climáticos, debido a que la Corte debe generar una interpretación de la normativa internacional y determinar la responsabilidad y obligaciones de los Estados frente al cambio climático.
En ese contexto, Chile entregó su opinión sobre las obligaciones y responsabilidades de los Estados con respecto al cambio climático; pese a la positiva posición que el país había manifestado históricamente, de forma alarmante, en esta oportunidad aseguró que la Corte no puede crear nuevas obligaciones entre los Estados, sino que debe encontrarlas en las convenciones aplicables y en el derecho internacional consuetudinario existente. Esto, aún cuando sabemos que en materia climática las normas existentes podrían ser insuficientes para abordar los desafíos de manera oportuna y efectiva.
Si un país que abiertamente reconoce la crisis que vivimos y valida toda la evidencia científica en la materia no quiere asumir nuevos compromisos para enfrentarla, ¿qué podemos esperar de aquellas potencias y naciones lideradas por gobernantes que no validan ni creen en la crisis climática?
Chile es un país fuertemente afectado por el cambio climático, siendo una de sus expresiones más visibles la grave crisis hídrica que enfrentamos. Es por esto que se hace necesario y urgente que consideremos nuevas soluciones y compromisos que aborden directa y proactivamente los problemas que enfrentamos hoy. No basta con los discursos y la declaración de buenas intenciones, es hora de actuar.
Opinión | El Dínamo